2 de agosto de 2008

La Ley de Herodes

El título de este post podría confundirse con el de una película mexicana que salió no hace mucho; pero, cuidado... no se trata de eso sino del título de la obra que alberga 11 cuentos del autor, eso sí mexicano: Jorge Ibargüengoitia (De hecho, nada que ver con la película...).

Se dice que fue el único libro de cuentos que escribió como tal y que más que cuentos eran vivencias narradas muy al estilo de este particular narrador.
De verdad no pueden dejar de leerlo, yo lo leí hace poco y de verdad su humor es único, lleno de ironía y sarcasmo tal que les aseguro una sonrisa de oreja a oreja mientras lo leen. Transcribo íntegro uno de sus cuentos y si les interesa, desde aquí lo pueden descargar completo.

Sinópsis:

En estas piezas el narrador es víctima de mendigos y mentirosos, de la mezquindad, el tartufismo y otras manías, en una suerte de enredos domésticos y amores frustados. Como en el resto de su obra narrativa, en La Ley de Herodes el autor exige al lector su total complicidad y como justo premio le otorgará el inigualable regocijo de experimentar con el protagonista un merecido desquite o una maliciosa venganza, sin piedad, sin misericordia y eso sí, con excesivo sarcasmo.

Cuentos:
  1. El episodio cinematográfico.
  2. La Ley de Herodes.
  3. La mujer que no.
  4. What Became of Pampa Hash?
  5. Manos muertas.
  6. Cuento del canario, las pinzas y los tres muertos.
  7. Mis embargos.
  8. La vela perpetua.
  9. Conversaciones con Bloomsbury.
  10. Falta de Espíritu Scout.
  11. ¿Quién se lleva a Blanca?
¿QUIÉN SE LLEVA A BLANCA?
Todo empezó con una obra de caridad: visitar a los enfer­mos. Mi amigo Willert estaba enfermo de anginas y va­rias personas fuimos a visitarlo. Durante esa visita nos be­bimos la famosa botella de ron que estuvo a punto de causar la muerte de Willert. Pero eso no es lo importante; lo im­portante es que los visitantes éramos el arquitecto Boris Gudonov, Rita su esposa, Blanca y yo. Boris Gudonov es el villano de esta historia, Blanca y yo fuimos sus víctimas. Rita y Willert no son más que comparsas.
No importa lo que bebimos, ni lo que comimos, ni de lo que hablamos. Lo que importa es que Blanca tenía unos muslos fenomenales, que no bebía una gota y que a cierta hora se puso de pie y dijo:
—Tengo que irme.
—Yo te llevo —dijo Boris Gudonov.
La llevó a su casa en el coche y tardó tres horas en re­gresar.
Cuando Boris volvió, Rita, Willert y yo estábamos completamente borrachos, pero recuerdo muy bien, sin temor a equivocarme, que Boris se acercó y me dijo al oído:
—No le digas a Rita, pero acabo de acostarme con Blan­ca.
Esa fue la segunda vez que la vi. Antes de conocer a Blan­ca alguien me la había descrito como "una mujer bellísi­ma, enamorada de imposibles". Cuando la conocí estaba vestida de color de rosa fuerte y sentada junto a un joven tímido.
"Este es uno de los imposibles", pensé.
Me decepcionó mucho. El rosa le quedaba muy mal. Tenía el pelo lacio y muy mal cortado y la piel del color de la cascara de la chirimoya.
Meses después del episodio en casa de Willert, la en­contré en una fiesta en casa de Boris Gudonov. Estaba sen­tada en un sofá, con tres borrachos alrededor empeñados en tocarle los muslos; tenían una discusión sobre costumbres cristianas. Blanca era muy católica y los borrachos eran ateos y querían hacerla entrar en razón.
Tomé un almohadón y se lo puse sobre las piernas, para protegerla de aquellas palpaciones. Ella me miró sorpren­dida y agradecida.
—¿Quién se lleva a Blanca? —preguntó Rita, cuando dieron las doce de la noche.
Los tres borrachos, Boris Gudonov y yo ofrecimos lle­varla. Blanca se fue conmigo, a pesar de que yo era el úni­co que no tenía coche, ni dinero para el taxi.
Cuando caminábamos por la Colonia Narvarte, le dije que me había dado cuenta de que ella era tímida. Con eso la conquisté.
—Quisiera verte, para tomar un café y platicar contigo —dije. Quería hacer una cita para otro día porque esa no­che no tenía para el hotel.
A ella le pareció muy bien. Nos sentamos al pie de una verja y ella empezó a hablar de la "comprensión". Es de­cir, de lo maravilloso que es cuando dos almas se entien­den. Pero las nuestras no se entendieron, porque yo esta­ba pensando en la cama y ella en el matrimonio.
Al día siguiente fuimos a caminar un rato y después en­tramos en un restaurante a tomar café. Ella me relató, de una manera abstracta, sus amores imposibles. Yo le dije mi edad y le pregunté la suya.
—Tengo dos años más de los que parece. Había lloviznado y cuando salimos del restaurante ha­cía fresco. Le puse mi impermeable encima y le dije: —Bueno, ahora vamos a hacer el amor. Ella me miró llena de desencanto. —Eso sí que no.
—Entonces no perdamos el tiempo —le dije. Tomamos un camión que la dejaba cerca de su casa. —Parecemos un matrimonio —me dijo cuando nos sen­tamos—, que ha ido al cine y que ahora regresa a su casa a merendar café con leche y pan.
Después fue taciturna, pensando, quizá, que yo era "como los demás".
Tres días después se me ocurrió hacer otro intento y la llamé por teléfono. Ella me contestó con la rapidez y la so­focación de quien ha esperado tres días una llamada.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Voy a la Merced —me contestó.
La acompañé a la Merced a comprar pescado, pollo y melones. Cuando tomamos el camión de regreso ya éra­mos novios.
Al entrar en su casa le toqué las nalgas, causando la hi­laridad de unos niños que vivían allí cerca. Ella me miró con reproche.
—¿Por qué eres así?
En la casa no había nadie, pero la vi tan nerviosa que no insistí.
—¿Quieres agua de limón? —me preguntó.
Cuando dije que sí, cogió un vaso que estaba ya servi­do y abandonado en una mesa y lo metió en el refrigera­dor, para que se enfriara.
Fuimos a la sala. Había un televisor, un cenicero de por­celana que figuraba una casita con chimenea funcional y varios retratos al óleo de Blanca: de huipil, de tehuana y experimentando la tragedia del Valle del Mezquital.
—Eres de la raza opresora —me dijo.

Fui su novio durante dos o tres semanas. Iba por ella a la Universidad, porque estaba estudiando para trabajado­ra social. Caminábamos largas horas y después, nos sen­tábamos en un parque, porque yo no tenía dinero para más. Un día quise convidarle unos sopes, pero cuando supo que eran a peso, le pareció un despilfarro y me llevó arrastrando hasta la esquina.
—No gastes en mí —me dijo.
Y no comimos sopes.
Una tarde, estábamos sentados en una placita que hay en San Ángel, sin decir nada. Cuando pasó un camión ha­ciendo mucho ruido, me dijo:
—Se rompió el hechizo.
No le contesté.
Estaba tan resignada a pasar miserias a mi lado, que hasta yo empecé a creer que acabaríamos casándonos.
Blanca vivía con su padre, que era jefe de algún archi­vo, su madre, que era una abnegada mujer mexicana, la esposa abandonada de un hermano de Blanca, las seis hi­jas de este matrimonio y un hermano soltero.
Cuando me conocieron, el día en que vimos en la tele­visión una película argentina, la madre dijo, según Blan­ca, que yo era "de confianza", pero el resto de la familia pensaba que "todos los hombres son muy malos, ofrecen muchos regalos, etc." Esto me lo contó Blanca, porque yo no les oí decir más que "buenas noches".
—Yo sé que en el fondo eres bueno —me decía Blanca.
Una noche que estábamos platicando en el jardín que quedaba afuera de su casa, llegó el hermano soltero, entró sin saludarme, subió a su cuarto y a los cinco minutos abrió la ventana con mucha violencia, para que supiéramos que era hora de despedirse.
—Me gustas tanto —me dijo un día—, que si pasara junto a mí Rock Hudson, ni lo miraría siquiera.
Me sentía obligado a casarme con ella, porque ella creía que iba a casarme con ella.
—Si esto se acabara —me dijo durante uno de nuestros paseos vespertinos—, me daría mucha tristeza.
Y no se hubiera acabado, si no hubiera sido por lo que pasó en el bar "Del Paseo".
La cosa fue así: un día tuve dinero y la invité a tomar la copa. Ella pidió un vermuth batido que le duró toda la tarde. Cuando se lo terminó, me dijo cómo iban a llamar­se nuestros hijos.
—El primero, Ernesto, el segundo, Juan, el tercero, Es­teban, por San Esteban. Y las mujercitas. . . etc.
Se apagó la luz en el hotel. Cuando íbamos a salir, nos dieron una vela y bajamos doce pisos alumbrándonos con ella. Al llegar a la calle, le dije:
—Esto no puede seguir así.
Pero así como antes no había entendido que lo que yo quería era acostarme con ella, no entendió entonces que no quería casarme con ella. Explicarle que no iba a haber matrimonio me tomó tres sesiones mortales. Le dije que necesitaba libertad, le dije que tenía dos amantes de las que no quería prescindir, le dije que nunca iba a tener di­nero para casarme. En la tercera sesión me dijo:
—Si necesitas libertad y dos amantes y no tienes dine­ro, vamos a seguir como tú quieras.
Si por allí hubiera empezado, si me hubiera dicho eso al salir del restaurante, después de tomar café, aquella vez que lloviznó, ahora estaríamos casados. Pero lo dijo de­masiado tarde.
—Blanca, lo que quiero es no seguir de ninguna manera.
Durante meses, Blanca anduvo lloriqueando y contán­dole a mis amigos que yo la había abandonado. Después se le pasó, porque no le faltaban oportunidades. Durante una época trató de regenerar a uno de aquellos tres borra­chos del sofá; después estuvo, durante años, a punto de casarse con un americano.
Hace poco, el borracho a quien Blanca no pudo rege­nerar y que seguía borracho, me dijo:
—Cuando Blanca y yo éramos amantes, me decía que a ti te había querido mucho y que nunca le hiciste nada.
Me di cuenta de que me había convertido en otro de "los imposibles". Me puse furioso.

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